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ya no engañamos a nadie

Siempre he sabido que mi últimos días los pasaré en un asilo, solo, un poco tronado y siendo maltratado por robustas enfermeras con acento polaco. Y no hicieron falta adivinos ni sortílego alguno para armar semejante conclusión, es el espejo que cada mañana devuelve mi reflejo el que ha terminado por delatarse.

Con ese destino ya marcado en todas las cartas de navegación decidí no tenerle miedo a los cambios. Pensaba, no sin cierta ingenuidad, que cualquier deriva en el rumbo no me llevaría a ningún sitio peor y es que, al contrario de lo que cantaban los clásicos, es en la asunción de la derrota donde somos realmente libres.

A estas alturas poco importa, pero he empleado mucho tiempo repasando los mapas de mi existencia, atrapando cada instante vivido en una moviola cósmica para desentrañar el punto exacto donde todo comenzó a torcerse. Tan perdido estaba que he llegado a pensar si mis padres, con sus consejos desgranados a lo largo de los años y envueltos con el engañoso papel de la experiencia, no tendrían gran parte de razón. Como si el hacernos más viejos nos otorgase algún tipo de inteligencia superior que nos estuviese vedada hasta entonces.

Así de perdido estaba.

Y cuando una persona se siente perdida siempre vuelve sus pasos hacia algún punto de referencia conocido. Ese mágico e impreciso instante donde todo era más sencillo y podías levantarte de la cama sin sentir clavado entre los hombros el peso de los días. La palabra que buscamos es cansancio pero, silencio, nunca la digas en voz alta: si la conjuras avanzas hacia la derrota y después, un poco más lejos, te das de frente con la tristeza. Y ese ya es un punto de no retorno; conviene marcarlo en todos nuestros atlas con un montón de señales de peligro y algunos dragones y serpientes de dientes afilados.

A mi alrededor he sentido la muerte y la decadencia que a todos nos espera, y he visto la vida abriéndose paso entre todos los ángulos muertos como un ladrón huyendo en medio de la noche. En todos estos años nacieron y se rompieron parejas, conjugamos tequieros que olían a niebla y cansancio, se hicieron promesas que nunca pensamos que nos harían cumplir y no hemos dejado de buscar ese algo que empezamos a sospechar quizás no exista. A falta de un milagro, una revelación que nos arrase por dentro y nos tire del caballo, muchos acabaron pensando que ese algo debía ser tener hijos, pero la verdad, la única que cuenta, es que no hay más respuestas que las que podamos inventarnos. Los soñadores simplemente dejaron de soñar, los buscadores se agachan y dicen haber encontrado aquello que ansiaban justo en la punta de sus zapatos y otros componen la melodía y el resto vamos bailando como si nos fuese la vida en ello aunque no hayamos entendido nada.

Al principio me sabía al comienzo de algo, ahora me intuyo justo al final. Y esa es una diferencia fundamental.

Y duele.

Y entre tanto levantar simulacros de vida en los que siempre acababa faltando algo, todos acabaron por entender las instrucciones a la perfección. Yo, que me creía mucho mejor que todos ellos, he acabado haciendo exactamente lo mismo, pero con la fe del converso, sin poder creer realmente en ello.

No siempre es así, claro. A veces hay breves instantes en los que siento que encajo y creo que todo irá bien, que no podrán conmigo, pero no dejo de pensar que en cualquier momento alguien me arrancará la máscara y descubrirá la terrible realidad.

Y la terrible verdad es que cada día soy más pequeño e invisible. Pierdo dos o tres contactos de la agenda del teléfono cada mes y empiezo a buscar excusas para hacer llamadas que nadie quiere recibir.

En algún momento simplemente desapareceré.

Siempre he creído en la magia de la palabra escrita como un conjuro contra el olvido, contra ese constante hacernos trampas a nosotros mismos. La escritura es para mi una inmensa oujia llena de frases inconexas que, si apunto con cuidado, lograrán dar un poco de sentido a todo esto. Todo un rastro de letras, palabras, puntos y comas que he ido poniendo en papel como una barricada contra la desmemoria.

Por un instante quiero pensar que estos librillos que voy componiendo son algo que me define algo, porqué no decirlo, que me hace mejor, más digno. ¿Más digno de qué? No hay forma de saberlo.

Así de perdido estoy que ya voy buscando excusas por anticipado.

El resumen de este año, que ha sido un poco mayor que doce meses, lo he dejado en la trastienda.

En formato PDF, aquí, y en formato “libro” en este otro aquí.


ya no engañamos a nadie

Para Mónica. L que puso el título, y otras muchas cosas..


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7 Comments

  • virgi

    Ojalá esas huellas en la arena nos sirvan para llegar a la orilla, aún cargando entre pecho y espalda la desolación que todas las olas del mundo no podrían barrer.
    Hermosa escritura, a pesar de su tristeza.
    Mi abrazo solidario y cómplice.

  • Brisa

    La invisibilidad tiene mala prensa, igual que las robustas enfermeras polacas 😉 pero no siempre las cosas son lo que parecen….

    Por cierto, mejor que uno sea el que ponga las excusas para no llamar, que otros las busquen para no llamarte, señor adivino 😉

    Un abrazo delicado

  • Standb by

    Nuestros últimos días, querido, los pasaremos en Berlín, observando un cielo azul grisaceo atravesado por cientos de aviones plateados.

  • Beauseant

    El destino esta escrito duquesa, serán robustas enfermeras polacas o no será 🙂

    Al final todo se reduce a seguir las huellas, a no perder el paso, a seguir caminando.. totalmente cierto, virgi.

    Eso último es cierto, Brisa, mientras haya alguien al otro lado del teléfono la cosa no puede ser tan mala.. Quizás, como dices, las cosas nunca sean lo que parecen.

    Y brindando con Schnapps mientras intentamos adivinar por el ruido del motor si deberíamos o no salir corriendo,Stand By 😉

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