leer,  mirar

Tatuaje


tatuaje
Camina con los zapatos llenos de lluvia y cada paso acaba convertido en una tarea desagradable que requiere un montón de cábalas y dudas antes de poder realizarse. Sigue teniendo ese aire tímido de quien sospecha que nunca encontrará su lugar, pero ha ganado peso y sus ojos parecen haberse retirado muy dentro entre grandes pliegues de piel. En realidad ya no parece tímido, sólo triste.

Hemos salido de la oscuridad de la iglesia recorriendo torpes como insectos ciegos el camino de grava que lleva hasta el pequeño cementerio hasta situarnos, incómodos como guardianes de un reloj de cuco, ante la tumba de nuestra madre. Es fácil adivinar que ninguno de los dos quería estar aquí pero estamos atrapados entre los engranajes de un puñado de reglas sociales que nos empujan ante tumbas recién cavadas.

Al principio hemos intentado hilvanar algunos lugares comunes sobre la difunta para terminar callados fingiendo un respetuoso silencio y retirándonos en nuestros propios pensamientos. Cada pocos minutos deslizo mi mano al interior de la chaqueta y mi corazón se pierde un par de latidos cuando tardo un instante en palpar el billete de tren que habita en mi bolsillo.

No dejo de fantasear con la morbosa idea de quedarme atrapado en este lugar para siempre, la pesadilla más recurrente de todos los nacidos aquí.

Levanto el rostro hacia un sol inclemente y oigo a lo lejos el sonido de la cosechadora. Saboreo más que siento el olor del campo y los animales, me aflojo la corbata que pende vacía como un signo de rendición y alterno mi peso saltando sobre un pie y el contrario. A mi alrededor el pequeño cementerio parece ridículamente atestado constreñido entre cuatro paredes de ladrillo rojo en medio de un campo enorme totalmente vacío.

Leo distraído los nombres en las placas y los escuetos mensajes grabados en ellas. Casi todos nacieron y murieron en los límites de este pueblo sin llegar a ver nada más lejano que la ciudad que se vislumbra al final del valle. La mayoría, comprendo con tristeza, murieron sin llegar a ver el mar. Atados a una tierra miserable y a falsas promesas de eternidad a cambio de obediencia lanzadas desde el púlpito en la capilla a mis espaldas.

Él me mira moviendo la cabeza como si intuyese el curso de mis pensamientos. Él, que logro escapar durante diez años de su destino y que ya ha dejado de entender nada.

La suya es una historia bien sencilla: hizo el servicio militar, estuvo de mecánico en muchas partes y acumulo un puñado de historias de las que nunca quiere hablar… una vez le vimos aparecer con una chica, muy joven y guapa, pero aquello no duro mucho. Las chicas guapas siempre estaban de camino hacia otro lugar y él tenía escrito sobre los hombros que algún día volvería aquí.

Diez años de huida para volver al redil junto a una madre déspota que ya entonces era una perfecta desconocida.

Hay errores que no tienen forma de errores. Son cicatrices, tatuajes indelebles que te siguen toda la vida. Puedes creer que ya no existen porque han dejado de doler, pero un día mientras te afeitas ladeas un poco la cabeza y lo descubres en su sitio con la perfecta nitidez de una mueca burlona.

Desde ese día no puedes escapar. En las bodas, en las celebraciones, en cada foto que te toman. En cada puñetero lugar donde deberías ser feliz el peso de esa cicatriz te arrastra hacia un precipicio del que apenas intuyes el comienzo.

Nadie puede construirse un camino bajo semejante peso, imposible encontrar el punto brillante del nadir que por un instante arroje algo de luz sobre todo este embrollo de la existencia. Todos los planes, todas las ideas, convertidas en bultos borrosos en una habitación a oscuras de la que no puedes escapar.

Cuando hemos salido del cementerio ha insistido en llevarme hasta el cruce donde paran los autobuses, pero he logrado convencerle de la necesidad de estirar un poco las piernas y he mentido como un miserable sobre la necesidad de un momento de soledad y recogimiento.

Nos hemos despedido junto a la señal que marca el límite del pueblo. Él de nuevo con la cabeza gacha y los pies muy juntos ante la línea imaginaria donde acaba el territorio, como si tuviese miedo de dar el paso definitivo que lo sacase de allí.

Vuelvo a palpar el bolsillo de la chaqueta buscando la reconfortante presencia del billete de tren, y al hacerlo he pensado que quizás debería sacarlo y entregárselo para que pueda marcharse. Pero sería un gesto inútil, hay vidas que no son más que trampas circulares y todo el empeño puesto en la huida te acaba llevando a brazos de aquello de lo que pretendías escapar.

Hay vidas que no admiten una escapatoria ni una dulce rendición. Vidas con las que es imposible firmar un empate a cero y simplemente debes sufrirlas hasta su inevitable conclusión.

5 Comments

  • Tristancio

    Y entre todas las tristezas, aquella de no haber visto nunca el mar quizá sea la más desoladora… hay pueblos que parecen purgatorios, y sus habitantes, almas en pena.

    Saludos…

  • virgi

    La soledad es inmensa cuando la muerte nos roza. Da igual un pueblo, un campo, la montaña o la plaza de una ciudad.
    Quizá sea el mar, primigenio eternamente, quien nos pueda dar algo de calma.
    Besos besos

  • Beauséant

    Totalmente de acuerdo, tristancio, cuando pones un pie en ellos parece que entras en otra realidad con sus propias reglas. Una parte de mi lo encuentra fascinante y otra quiere escapar de allí corriendo 🙂

    El mar virgi creo que funciona como marco de referencia para comprender lo pequeños que en verdad somos. Cuando nos ponemos ante él se nos acaban las excusas…

  • Paloma

    El peso de la familia, de lo que esperan de uno es una prisión de la que no todos pueden ni saben escapar.
    Así he interpretado este relato, no sé si bien.
    Me ha gustado mucho, pese a su tristeza.
    Menos mal que uno de ellos sí pudo y supo salir.

  • Beauséant

    Pues sí, Paloma, es lo que intentaba explicar y no lo podría haberlo resumido mejor. Creo que, muchas veces, los padres creen que pueden tener hijos para proyectarse, para ver que una parte de ellos mismos cumplan con lo que no pudieron o no supieron ser. Cuando eso pasa, casi siempre uno de los hijos acaba escapando y el otro termina atrapado intentando ser lo que no quiere ser.

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