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la niebla

Cuando la niebla bajaba aullando por la ladera del monte el empedrado de la aldea se cubría con una pátina resbaladiza y las luces de las farolas parecían agonizar, incapaces de seguir alumbrando las calles desiertas.

En las casas, el ganado rugía inquieto con los ojos desorbitados por el miedo y los perros ahogaban sus cuellos contra los collares. Todo el pueblo sabía que si alguna res estaba a punto de parir el ternero nacería muerto o con terribles malformaciones. Ese era el tipo de conocimiento que pasaba de generación en generación sin necesidad de estar escrito en parte alguna.

Dentro, las mujeres avivaban los fuegos, se dibujaban cruces sobre el rostro entonando viejos rezos y llenaban las juntas de puertas y ventanas con sal y semillas de albahaca. Los hombres, obligados por alguna antigua tradición, fingían sentirse valientes y cargaban las escopetas con estúpida seguridad mientras se asomaban por las ventanas orientadas a los montes.

Algunos de ellos no podían resistirse más y acudían a una llamada que había palpitado durante siglos agazapada en sus corazones. Con los hombros encogidos, se diría que avergonzados por sus actos de forma prematura, salían al exterior ignorando las súplicas y amenazas de sus esposas para entregarse en las plazas y alrededor de las fuentes a una danza obscena con las mujeres que habían bajado envueltas en la niebla. Mujeres con musgo tejido entre los cabellos, medio desnudas y con olor a roble y ceniza entre los pechos.

La mayoría volvían al día siguiente, con gesto hosco y sin mediar una palabra cogían la escopeta y los perros y volvían al monte a enfrentarse en soledad con su conciencia. Otros no regresaron jamás, marcharon con aquellas mujeres para no volver a ser vistos con forma humana; eran convertidos en fieras parduscas de pelo cobrizo que algunas veces se dejaban ver fugaces entre los riscos.

De aquellas noches de niebla y viejos rituales nacían nuevos vástagos, siempre hembras, que mantenían aquella raza casi desaparecida en una obstinada lucha por la supervivencia.

Mi abuela, durante los últimos años de su enfermedad, sostenía que así es como mi abuelo había desaparecido de nuestras vidas. Mi madre, sin embargo, me hablaba de largas cartas llegadas desde América con algo de dinero, siempre insuficiente.

La enfermedad de mi avoa había difuminado por completo la frontera entre una realidad cada vez más hostil y un mundo extraño donde las cosas se habían mezclado demasiadas veces hasta hacerlas irreconocibles. Su cordura se había ido retirando paso a paso cada vez más adentro de su conciencia, como quien cierra las estancias de una casa en llamas, hasta que ya no dejo nada tras de sí.

En el cementerio hemos llevado unas flores frescas que resaltan entre las zarzas y madreselvas salvajes que llenan hasta el último resquicio. Pronto ese verdor se lanzara sobre las pobres flores que hemos llevado y las engullirá implacable. Exactamente igual que ha hecho con la aldea y con cada rastro de la civilización que ha costado siglos levantar; sobre los muros derruidos, en el eco de cada estavía abandonada, la vegetación ha tomado posesión de unos dominios que le fueron arrebatados de forma temporal. Ese verdor no conoce el tiempo ni tiene edad, no tiene prisa ni le preocupan nuestros monumentos ni nuestra civilización porque sabe que saldrá victoriosa.

Mi madre me estira la chaqueta y el cabello avergonzada por mi aspecto desaliñado en un lugar sagrado, de nuevo las viejas tradiciones que nunca desaparecen del todo. Al hacerlo me deja ver sus ojos el tiempo exacto para poder ver el miedo flotando en ellos. El miedo en los ojos de tus padres, el único lugar donde no querrías verlo. El miedo a la muerte, a todas las preguntas sin respuesta.

Me quedo un paso por detrás de mi madre que se acerca a un lapida irreconocible y me vuelvo a preguntar que habremos venido a buscar aquí, tantos años después de la muerte de mi abuela.

Mi madre se vuelve con lágrimas en los ojos y me abraza inundándome con el olor a ceniza de su cabello que siempre, desde que tengo recuerdos, ha sido su olor. Al menos yo te tuve a ti, me susurra apesadumbrada, pero tú estás tan sola, mi niña.

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