la memoria de las cosas
Hemos llegado al pueblo poco antes del atardecer. Según todos los folletos se trata de una ArcadÃa fuera de los mapas en la que apareces tras un vuelo eterno y una discusión no mucho menor hasta lograr un coche, pequeño y rojo, que una vez en la carretera apenas es un diminuto coleóptero cruzando campos inmensos de cereal.
Justo antes de llegar a nuestro destino hemos salido del vehÃculo, rotos y contrahechos, para contemplar desde una playa casi desierta los últimos instantes de la puesta de sol. El mar estaba totalmente calmado y el sol comenzaba a hundirse al otro lado del mar dibujando una bonita postal que en cualquier otro lugar habrÃa reunido a cientos cámaras en alto intentando atesorar el momento.
En la arena, un viejo totalmente hemingwaiano que arrastraba con aspecto de molusco una barca enorme por la arena, se ha parado ante nosotros y ha comenzado a ordenar las redes y aparejos. Cuando lo ha dejado todo colocado se ha erguido, y mirando justo a la lÃnea donde el sol comenzaba a ocultarse, ha empezado a recitar la historia de su vida.
Quizás a nosotros, quizás al sol que agonizaba.
De como rescato a un perro de tres patas de una muerte segura, de una cicatriz que recorre su pecho como una trinchera de alguna batalla perdida y de un hijo que perdió justo allÃ, dice señalando un punto sin retorno del horizonte. Los tres hemos vuelto la cabeza hacia ese punto exacto como esperando ver resurgir de entre las aguas al hijo perdido. Una nueva deidad, podrida y cubierta de algas, mucho más acorde a estos tiempos confusos y miserables.
Le he ofrecido una cerveza frÃa que habÃamos comprado a uno de los chicos que correteaba medio desnudo por la playa arrastrando pesadas neveras de color azul. Él la ha aceptado con un gesto de cabeza a modo de agradecimiento y los tres, en silencio, hemos contemplado el espectáculo de ver morir el sol para resurgir, en el siguiente giro del universo, por el otro extremo.
Los niños de la playa, toda la aldea, viven en un tiempo detenido, un instante idÃlico del que no son conscientes. Sin apenas electricidad ni satélites sobrevolando sus cabezas han logrado esconderse de una realidad implacable. Han construido una Itaca donde siempre te reconocen entre un viaje y el siguiente porque todo transcurre a otra velocidad y el momento de tu partida y el de tu regreso no ha sido invadido por los ruidos de cosas que parecÃan más importantes.
Ellos conservan la memoria de las cosas. Son el recordatorio constante del punto exacto donde nosotros y nuestra modernidad lo complicamos todo, y ahora ese mundo al que nunca quisieron pertenecer se hunde y no lo hará en silencio: de alguna forma lograremos arrastrarlos en nuestra caÃda.
Los mensajes de la oficina se acumulan en un viejo contestador de cinta y la televisión sólo muestra imágenes y voces en un idioma que no entendemos de gente asustada e Ãndices bursátiles cayendo en picado. Hoy, a la hora de la comida, hemos visto un carro de combate con insignias de estrellas rojas paseando por las tranquilas avenidas de una ciudad europea. El tanque recorrÃa las calles desiertas y de vez en cuando paraba y giraba la torreta como olfateando el aire en busca alguna presa concreta que le hubiese hecho emprender un largo camino por medio mundo para llegar justo allÃ, en medio de aquella ciudad en ruinas. Después parecÃa rendirse y seguÃa su lento caminar mientras a su alrededor se arremolinaban papeles y cenizas de edificios en llamas.
En la playa, el viejo de la barca sigue pescando mientras el mundo se derrumba y no parece asustado. Quizás su mundo, el mundo que le importaba, se hundió hace muchos años sin que nadie le prestase atención y ahora él nos devuelve su desprecio como pago.
Los niños de la playa siguen con su rutina: juegan al fútbol en la playa y paran de vez en cuando para vender refrescos y bocadillos a los pocos turistas que quedamos y que formamos grupos de pingüinos que miran el suelo y se saludan con la cabeza.
Nosotros contemplamos ese tiempo detenido como si fuese una vieja fotografÃa de un lugar que no conocimos y no dejamos de soñar con la idea de estar atrapados en esta burbuja de irrealidad. Con suerte, para siempre.
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4 Comments
Tristancio
“Y cómo huir cuando no quedan islas para naufragar…”. Y la sensación de que no pudimos con el mundo y que el mundo no pudo con nosotros. Y aquà estamos, en medio del desconcierto mutuo, esperando vaya uno a saber qué…
Beauseant
La vida, Tristancio, a veces parece la espera entre un golpe y el siguiente y una sensación de vacio y soledad entre medias…
virgi
Te lo he dicho, pero vuelvo a la carga: un puro y estupendo guión de cine, veo a Jeremiah, La carretera, Moebius…
Me encanta leerte, escribes del diez.
Besos, claro!
Beauseant
Gracias virgi 🙂 Palabras mayores has empleado, ya me gustarÃa ya poder parecerme, de momento vamos ensuciando lÃneas esperando que salgo algo..