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El equilibrio tiene forma de delgada línea roja por la que resulta imposible caminar. Lo supiste hace años. Un lunes, quizá. O el sábado aquel que presentiste por primera vez que el fin de semana sería tan largo y tan tenso como la cinta que deberías cruzar para llegar a meta. A ti siempre te afloró a los ojos. La tristeza. Ese brillo intenso que convertía tus pupilas en dos perlas deslumbrantemente negras. Era tan perturbador mirarte y verte derramar nostalgia por algo que nunca sería. Nostalgia y arrogancia. Tu mirada altiva lo murmuraba a gritos. Ni querías ni necesitabas braceros para llevar a puerto aquel barco. Y nunca me atreví a contradecirte. Incluso triste, el concepto de dignidad se superlativizaba en ti y resultaba violento presentar a tus ojos otra verdad distinta a la que tú defendías. Parecía un insulto al buen gusto, a una norma básica de educación.

Nunca lo lograste. El equilibrio. Nunca conseguiste dar un paseo sobre la línea roja sin abalanzarte finalmente al lado derecho. Al lado de los que aún ganando, pierden. De los que, a sabiendas, juegan partidos amañados. De los que cruzan todas las metas cuando las medallas ya se han acabado.  Cuando ya no queda nadie para verlo.


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