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La aldea de mi abuela era una pequeña anomalía abierta a machetazos entre medias de bosques inmensos que parecían moverse y respirar a un ritmo ajeno al de la asendereada raza que escarbaba con ahínco en sus entrañas.

Era una lucha desigual, y en cuanto los hombres bajaban sus herramientas el bosque recuperaba el terreno perdido. Sin prisa ni quejura alguna, con esa paciencia infinita de las cosas que no conocen edad.

Cualquier casa abandonada empezaba a verse rodeada por zarzas y arbustos que, a modo de avanzadilla, tomaban posesión del terreno. En poco meses las hiedras se entorchaban alrededor de las paredes y empezaban a golpear con saña sus muros buscando abrir grietas en la estructura. La casa, impotente, se estremece y agoniza intentando escapar de la pesadilla, pero todo es inútil. En las siguientes lluvias tomarían el tejado levantando la pizarra y apoderándose de la estructura de madera que una vez les perteneció y la asfixiaran sin escapatoria.

Una vez en el suelo la batalla no concluía, toda la obra, cada rastro humano era cubierto y pisoteado con saña por aquella vegetación sempervirente que se la tragaba hasta hacerla irreconocible. Como si hubiese una consciencia, una rabia planificada detrás de aquellos actos.

Los bosques de los que hablaba siempre nuestra avoa estaban llenos de magia. No esa magia amable de las novelas infantiles, sino una magia en manos de criaturas que ya eran viejas cuando los primeros hombres daban sus pasos por la tierra. Unas criaturas que nos desprecian y se burlan con nuestra fragilidad. Algo, una fuerza situada por encima del bien o del mal y que se alimenta de cosas muertas que no lograron encontrar el descanso.

Cada niño perdido, cada amante que cierra una puerta para no abrirla jamás, cada promesa incumplida y cada deuda no pagada en vida encontraban su refugio entre toda esa espesura y sólo en los días de niebla, cuando sus almas brillaban en la oscuridad, era posible ver realmente su presencia palpitando a modo de pequeños faros en medio de una niebla feroz, casi física que bajaba aullando de las montañas y se enroscaba en una danza obscena entre los árboles y la maleza que crujían y revolvían de placer.

Nosotros nos reíamos de las ocurrencias y advertencias de nuestra abuela y salíamos a jugar sin apenas escucharla. Cruzábamos la carretera de arena y corríamos en medio de los árboles hasta llegar al viejo molino casi desaparecido. O, si era verano, nos acercábamos a la frescura del río donde era imposible encontrar un sitio para bañarse en medio de toda la vegetación.

Pero al caer la noche, cuando las sombras se alargaban sobre nosotros, nos quedábamos callados intentando discernir algún sonido del bosque que en ese momento, como una orquesta esperando su aplauso, guardaba silencio.

Entonces nos mirábamos y notábamos como en los rostros de cada uno crecía algo distinto, algo que no habíamos visto en toda la tarde de juegos. No era miedo, era algo mucho más rápido que el miedo. Era un cenestesia que nos golpeaba el pecho y nos azuzaba hasta hacernos volver corriendo desbocados como si todas y cada una de esas almas aullasen en nuestro oído pidiendo, exigiendo ayuda.

En casa, asomada a la ventana, siempre esperaba nuestra abuela. Con una sonrisa feroz nos recibía y nos miraba con unos ojos que no admitían engaño de lo que habíamos visto. Sin decir una palabra atrancaba la puerta con una sólida estaca de madera y dejaba caer puñados de sal sobre el rebate de la puerta.

Mi abuela perdió los recuerdos y la razón. Olvido los días, los rostros y los gestos hasta que toda su vida fue una perfecta confusión. Pero nunca, ni un solo momento, dejo de escuchar los fantasmas que recorrían las estancias de aquella vieja casa reclamando antiguas deudas.

4 Comments

  • Brisa

    Que cosas…yo casi que he salido corriendo hasta la casa. Es que ha sido una descripción increíble , que ha tomado vida propia, como los fantasmas del bosque…

    Un abrazo , hoy casi imprescindible .

  • Beauseant

    Gracias, Brisa.. En el fondo vivimos rodeados de fantasmas, la mayoría no son más que el rastro de lo que dejamos atrás. Las decisiones que tomamos y, de vez en cuando, vienen a atormentarnos…

  • duquesa de Katmandu

    Me gustó mucho. Para situaciones como éstas del pasado que retorna con eco, recomiendo escuchar el bonito tema musical Don´t Stop de Fleetwood Mac (un arcaísmo, pero muy efectivo).

    beso

  • Tristancio

    El pasado es un bosque lleno de misterio y nostalgia… y una abuela desmemoriada que no recuerda lo que los fantasmas le susurran al oído.

    Saludos…

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