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void ()

Nunca la vi tan frágil y tan hermosa como el día que nos anunció que su padre había fallecido. Había vuelto al trabajo después de tres días sintiendo como las paredes de su casa se le venían encima y ahora estaba allí, apoyada sobre el quicio de la puerta en la oficina, con el cansancio colgando de los ojos y hermosa, no había otra palabra para describirla.

De alguna forma todos en trabajo se habían acabado enterando de su tragedia y en cuanto la vieron aparecer por la puerta se arremolinaron alrededor para envolverla con palabras y todas esas frases que hemos aprendido a base de años de iteración social. Es algo fascinante, todos sabemos como reaccionar en esas situaciones aunque sea la primera vez que las afrontamos, lo llevamos grabado en la ROM. Todos menos yo, que permanecí parado con un teclado en la mano que estaba intentando arreglar en ese momento con el ceño fruncido y sin pronunciar una palabra.

Me hubiese gustado que todos en aquella habitación se esfumasen con sus palabras y sus sonrisas de comprensión y nos hubiesen dejado a solas para poder abrazarla y compartir su dolor. O que el tiempo se hubiese detenido un instante para dejarme buscar algo que decir, algo que fuese capaz de agrupar todo lo que sentía en una sola frase.

Supongo que cualquier cosa hubiese sido mejor que quedarme allí sin hacer nada. Toda mi vida ha sido un cúmulo de momentos extraños ante los que no he sabido reaccionar.

La muerte de su padre, relativamente joven, había supuesto una especie de epifanía en su vida. Un memento mori innecesariamente cruel que le había llevado a replantearse todo aquello que había ido guardando en un enorme cajón llamado Vida: a los tres meses se había casado con su último novio y a los cuatro estaban esperando el que seguramente sería el primero de muchos cachorros sanos y regordetes.

En realidad, cuando hablamos de cambiar nuestras vidas, los seres humanos no somos especialmente singulares.

Cuando empecé en este trabajo ella ya era una especie de leyenda en su campo. Me habían contratado para ampliar uno de sus últimos códigos en el que toda la parte complicada ya estaba hecha, y sólo faltaban tratar y presentar la información de forma que pudiese ser digerida por tipos trajeados cinco plantas más arriba. Creo que me dieron esa tarea como una cura de humildad, la típica tarea aburrida y degradante para bajarle los humos al chico nuevo.

Pronto descubrí que ese trabajo que se producía en casi completa soledad y que obligaba a excavar entre toneladas de líneas de código se adaptaba perfectamente a mi forma de ser. No me suponía un gran esfuerzo hacerlo, y apenas tarde una semana en descubrir de donde venía su prestigio: el código que tenía delante estaba más cerca de la poesía que de la programación. Ella lanzaba haikus perfectamente organizados que cuando se juntaban hacían algo que sólo puedo describir como magia. Al lado de lo que ella creaba el resto sólo éramos escolares jugando a combinar colores con unos rotuladores enormes mientras nos sacábamos cosas asquerosas de las orejas y la nariz.

Aunque no era estrictamente mi trabajo enseguida me obsesioné con aquel código. En parte porque es mi forma de ser y en parte porque era la excusa perfecta para acercame a sus silla con la cabeza gacha a intentar robarle unos minutos. Ella se sentaba a mi lado, me quitaba el teclado y desplazaba sus dedos, pequeños y de uñas mordidas, a una velocidad endiablada. Yo intentaba acoplar mis ondas cerebrales a las suyas, algo que siempre acababa en dolor de cabeza, y me dejaba envolver en su colonia cuando había quedado con algún novio o un ligero olor a café y sudor cuando había tenido una mañana especialmente difícil, lo que en su escala debía ser el equivalente a escalar el Eiger con tacones de aguja.

Había partes del código que ella nunca me explicaba y se saltaba con fingida indiferencia. A pesar del alejamiento con el que hablaba de su obra, era fácil intuir que hasta ella comprendía que en esas pequeñas porciones de código había incluido todas sus dotes de nigromante y no quería compartirlas con un simple adepto.

Al principio no le di mucha importancia, apenas era unas cientos de líneas aparentemente sencillas y no podía ser muy complicado cambiarlas por otras que hubiese creado yo, pensaba con cierta arrogancia. Los resultados, aunque eran fáciles de esperar, fueron aún más terribles: partes del código que se ejecutaban en minutos pasaban a necesitar días enteros o se apoderaban de cada bit de la pobre CPU hasta dejarla totalmente inoperativa.

Aquello era pura relojería, un conjunto de planos y piezas que nunca lograría ver como un todo. Una sensación humillante y totalmente desconocida para mi hasta entonces. Estaba atrapado en aquella maraña inmensa, así que hice lo posible por evitar esas minas lógicas mientras excavaba con paciencia en otras zonas más sencillas. Enseguida llene el código de señales de aviso y precaución en aquellas partes que no podía tocar. Al final todo el código parecía uno de esos mapas de la antigüedad llenos de monstruos y abismos que avisaban del lugar exacto donde se acababa el mundo.

Muchas noches, al llegar de trabajar, calentaba algo de comida y volvía a repasar el código desde casa. Lentamente, de manera casi imperceptible, lograba interpretar y cambiar algunas líneas sin destrozarlo todo. Recuerdo perfectamente todas esas noches; a solas, en medio de la oscuridad, me sentía como ese puñado de matemáticos polacos que intuían el avance de las columnas alemanas sobre su patria y trataban de descifrar del éter los mensajes del ejército enemigo sin otra arma que un puñado de mensajes aleatorios y su propia voluntad.

Así durante meses. Poco a poco logré acorralar a esa bestia hasta que las zonas desconocidas habían quedado reducidas a casi nada, y a través de su trabajo llegué hasta ella. Sentía que la conocía mejor que nadie en el mundo, que era capaz de adivinar en que estaba su cabeza con sólo ver el código. Los momentos altos y los bajos, las discusiones, las huidas hacia delante en las que ella era toda una experta. Todo se podía intuir en cada llamada, en cada salto recursivo del código.

En el trabajo, nada más verla aparecer y escribir la primera línea sobre el teclado, me era fácil saber cómo había ido el día anterior. Como digo, nunca había llegado a conocer a nadie a ese nivel. A veces, en medio del trabajo me llegaba su olor y me masturbaba con furia en el retrete.

Guardo en algún lugar inaccesible de mi memoria cientos de días borrados de todos aquellos años.

Cuando nos dijo que se casaba todos intuimos que pronto dejaría su trabajo. Su futuro marido tenía uno de esos trabajos inmensos donde todo el peso de la empresa parecía caer sobre sus hombros, y era fácil ver que ella no quería seguir en un trabajo que había dejado de aportarle nada excepto dinero. Hay personas así, personas que lo tienen todo para ser felices y no lo son. Individuos genéticamente sanos y adaptados pero que no pueden dejar de pensar que se encuentran exactamente en el punto opuesto de donde querían estar. Nunca dirán eso en voz alta, se han vuelto expertos en fingir sonrisas en medio del desastre y no quieren ser tomados por una cretinos inconformistas, pero la duda, siempre vigilante, excava túneles en su subconsciente por los que se escapa cualquier atisbo de felicidad.

El día antes de su boda reuní toda mi valentía para hacerle entrega de un pequeño libro. Eran algunos trozos de sus mejores códigos, las funciones más hermosas que ella había creado con un puñado de comentarios y anotaciones sobre su funcionamiento hechas por mi. El trabajo de casi dos años de arqueología y búsqueda en un libro cuidadosamente encuadernado.

Nunca he sido bueno leyendo los rostros. Yo sólo puedo entender las palabras cuando se juntan unas detrás de otras formando oraciones. Nunca tengo claro si la gente se enfada o se alegra hasta que no intentan conjurar con palabras sus pensamientos, pero ella me abrazo aplastando sobre mi sus pequeños pechos sin decir nada, y sólo sé que no me hubiese importado morir en aquel momento.

Sabía que después de ese instante todo volvería a ser igual que siempre y por primera vez la sola idea de pensar eso se me hizo insoportable.

5 Comments

  • virgi

    Momentos levísimos que nos dejan profundas huellas. Quizá ella hubiera tenido otra opción si recibe antes el libro?
    ¡Ah, qué bien escribes!
    Besos besos

  • Beauseant

    Muchas gracias, Duquesa de Katmandu y Virgi por leer un texto tan largo.

    En realidad, claro, es una historia de mentira, nunca llegue a entregarle ese libro. Lo tengo guardado en la estanter\’ia con el otro mont\’on de cosas que nunca me he atrevido a hacer…

    A veces creo que prefiero la esperanza del quiz\’as que las certezas del presente.. as\’i nos va, claro

  • Beauseant

    Muchas gracias, Duquesa de Katmandu, en una de esas semanas en las que nada parece ir como debería es todo un placer escuchar esas cosas. No me extraña que la vida virtual acabe pareciendo más real que la propia 😉

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