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nadie como los grekos

nadie como los grekosMe dice que no hay nadie como los grekos para bailar la danza del molotov, que cerca de Nápoles estuvo a punto de ser sodomizado por un carabinieri y que de vuelta a Barcelona conoció el amor.

En algún punto de todo ese recorrido me hubiese gustado tener hijos. Dos, me confiesa al final cerrando la ecuación sin levantar los ojos de la tacita de café que se pierde entre sus enormes manos. Pero no me gustaba el mundo que me había tocado, concluye: había que seguir luchando.

Levanta la mano y enumera con los dedos: de los sueños al cansancio, del cansancio a la frustración, de la frustración a la rabia. Un hámster atrapado en la celestial ruleta de los castigos y recompensas. El caso es que al final no tuvimos tiempo para nada. Sonríe tímido, casi avergonzado.

Estamos en una cafetería del centro en plena hora punta, a nuestro alrededor pululan cientos de tipos encorbatados y princesitas con trajes hechos en serie y maletines idénticos. Apenas queda sitio para moverse entre la multitud, pero nadie parece querer acercarse a nuestra mesa. Es algo que emana de su cuerpo y nos obliga mantener la distancia de seguridad, una historia antigua que podemos recorrer en cada cicatriz de su cuerpo y en la que, apenas te asomas al inventario de sus ojos, puedes intuir con facilidad toda una historiografía de huesos quebrados y huidas a media noche.

Cada doblez de su anatomía es un listado de golpes y represión, el resumen de una eterna lucha contra molinos que devinieron en gigantes vestidos de uniforme construyendo, golpe a golpe, una completa cartografía del aislamiento y la tortura en celdas y cárceles que no figuran en ningún organigrama oficial.

El sistema tiene tantas formas de matarte como de hacerte desear estarlo. Su frase favorita.

Bebe otro trago largo de la taza hasta dejarla casi vacía y su mirada se posa en el periódico local, en la foto de un político en campaña. A este lo conocía, me dice, escribía unas soflamas hermosas, pero odiaba la violencia. Las cosas deben cambiarse desde dentro y toda esa porquería, y ahí lo tienes, de concejal. Es el eterno retorno del capitalismo: el anarquista de hoy es el empresario del mañana. El esquirol que entra hoy a hurtadillas entre los piquetes se convierte en el huelguista feroz que pone silicona en las cerraduras y quema contenedores a la puerta de la empresa.

Al final todos nos acabamos convirtiendo en aquello que odiamos, es una cuestión de tiempo…

A sus ojos se asoma la sonrisa más triste que he visto en mi vida, pero todo su rostro cambia cuando por un momento parece acordarse de algo. Escucha, me dice en un susurro y rebusca en el fondo de la mochila. Saca un puñado de folios maltratados y unidos con una goma que empuja hacia mi lado de la mesa. Yo los miro sin atreverme a tocarlos, desprenden su propia energía, algo casi ritual. Me siento como si estuviese ante el jodido santo grial del anarquismo o algo igual de alambicado.

Escucha, repite, debes contar la verdad, esta toda ahí, en los folios: los documentos, los contactos, todo. Joder, no me mires así, trabajas en un periódico, no hace falta que disimules. Ya sabrás que hemos sido nosotros, pero no queríamos que fuese así. No, no fue un accidente, joder. De nuevo esa palabra pienso mientras le veo empujar otros dos centímetros más los folios hacia mi lado.

Teníamos las armas, los explosivos y estaba toda esa gente. Sabíamos que podía ocurrir lo peor, pero fueron ellos los que empezaron todo, querían que aquello fuese una masacre. No estaban allí para evitar nada, es la política del miedo, maldita sea. Sé que puedes hacer que lo publiquen y te necesito para contar la VERDAD. Esa palabra la dice así, en mayúsculas.

No quiero que lo hagas por mi, yo ya estoy muerto…

Hace veinte minutos que se ha marchado y sigo delante de la misma taza de café y el mismo puñado de folios, intacto y sin mis huellas dactilares pienso en un momento de lucidez. Recojo la grabadora de la mesa y repaso la conversación retrocediendo y avanzando de forma aleatoria. Vuelvo a la parte donde habla de mi madre: sé que te educó bien, y que harás lo correcto.

Lo correcto, repite la cinta, y no puedo evitar una sonrisa. ¿Alguno de nosotros puede saber de verdad que es lo correcto?, todos nosotros, los que aceptamos sin preguntas, los que antepusimos nuestra comodidad como un muro ante esa realidad que se deslizaba ante nuestros ojos podemos, me repito, hablar de valores.

No sabríamos reconocer algo correcto ni aunque nuestras vidas dependiesen de ello y, lo peor, es que quizás dependan de ello…

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