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magia


magia
Hay algo de magia incomprensible en que un niño te haga entrega de alguna de sus posesiones. Es un gesto tan abisal, tan lleno de absoluto desprendimiento que, sea cual sea el objeto entregado, el adulto que lo recibe tiene la imperiosa necesidad de exhibirlo como un trofeo de caza.

Ese gesto de desprendimiento apenas tiene algo que ver con el mundo de los adultos donde cada acto de entrega, cada gesto altruista, espera su contrapartida. En el caso de los niños ellos no esperan nada, es un simple gesto de adoración.

Él, a pesar de todas sus limitaciones emocionales, debe haberlo comprendido porque lleva ese pequeño origami con la forma de un elefante siempre encima. Es una figurita de color rojo, la favorita de su vástago, que me encuentro a cada instante: en los hoteles donde pasamos horas intentando construir algo que no existe y se nos escapa a toda velocidad, en las reuniones donde hace aburridas presentaciones, o agazapado en su cartera cada vez que adopta su pose favorita al hacerse cargo de la cuenta de la cena.

Cuando algún conocido, de esos que te acaban de presentar y te encuentra con los pies descalzos, una copa en la mano y demasiado cansada para buscar replicas ingeniosas, descubre que no tengo hijos deja de mirarme a los ojos para fijarse en algún punto situado justo encima de la frente. Un lugar donde parece haberme brotado una especie de contador en cuenta regresiva, y pasan el resto de la conversación haciendo complejos cálculos mentales del tiempo que aún me quedaría para tener un par de ellos. Enseguida engendran alguna explicación para algo que encuentran extraordinario, algún trauma pasado o dolencias de todo tipo son las explicaciones más habituales.

En cada hotel, en cada breve escapada que hacemos juntos, en cada ocasión en que intentamos fingir un futuro, esa pequeña figura me recuerda que no existe nada parecido a un nosotros.

Ese pequeño elefante de papel es una bandera que ondea con orgullo. Algo, la prueba palpable de que a pesar de la mierda de padre que ha sido, su hijo decidió rescatarlo al entregarle el que era su origami favorito. Pero ese puñado de papel es algo más, es una frontera, una barrera que me cierra el paso a un lugar al que estoy vetada.

Es una forma mezquina y egoísta de hacerme saber que él es mejor que yo, que su vida ha sido más completa, mas digna de ser vivida que la mía.

Ahora, al darme la vuelta esa figura me observa desde lo alto de la mesilla de noche y me impide dormir. Doy vueltas hasta levantarme en esa imprecisa hora en que la palabra nosotros se me antoja una fantasía inabarcable.

Somos como esos dos relojes que hemos dejado al lado del elefantito. Uno estropeado, con las manecillas sujetas a un punto fijo y el otro funcionando, siempre girando inmarcesible, con un propósito aunque sea absurdo y circular. Dos veces al día esos dos relojes darán la misma hora en perfecta sintonía, pero eso no será más que una fantasía de normalidad. Un acimut donde todo parece posible para, apenas un instante más tarde, venirse abajo a toda velocidad.

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