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diadicidio

Salgo del sueño con unos guantes rosas dos tallas más pequeños y un gorro de lana relleno con papeles de periódico, a mi alrededor vislumbro desperdigadas por el suelo un mar de botellas hechas añicos.

Todo se parece sospechosamente al guión de los días anteriores.

Todas las historias arrancan siempre en algún punto y hace tiempo, en mi otra vida, hubiese sabido sin dudar si este era un buen comienzo para La Historia. En realidad no era un proceso complicado, las palabras brotaban casi sin esfuerzo y parecían tener vida propia bajo mi influjo.

Ahora he descubierto que eso era lo único que sabía hacer.

Estoy entumecido, cansado y noto el alcohol escapando peligrosamente de mis venas mientras me encamino a la cocina donde el hornillo no se enciende y hace demasiado frío para pensar en los meses que llevo sin pagar a la compañía.

Sé perfectamente lo que estoy haciendo: se llama diadicidio. El lento suicidio de los que afrontamos sin preguntas el día a día, y hemos convertido en rutina el ir sumando derrota tras derrota porque somos demasiado cobardes para hacer la rabona a una vida que hace mucho se nos volvió hostil y demasiado extraña.

Espera, borra eso, nadie pagará por las memorias de un suicida cobarde. Necesitamos una historia que sea buena pero conocida, nadie paga por sentirse idiota leyendo algo que no entiende. Una historia triste donde suframos mucho, pero atesoremos un puñado de grandes enseñanzas antes de la palabra fin. Eso es lo que quiere la gente, que los cojamos de la mano y les llevemos a las conclusiones.

No lo olvidéis: yo hago todo esto por contar La Historia. La Historia de como deje de ser escritor.

Sabes que estas acabado cuando rebuscas en tus viejos escritos para encontrar inspiración. Ese fatídico instante en que todas aquellas cosas desechadas por pueriles se vuelven jodidamente buenas y, lo peor, que nadie parece darse cuenta del engaño. Los cheques de tu editor siguen llegando y nadie quiere tirar abajo la tramoya de esta farsa.

En realidad has cruzado ese punto en que a nadie le importa lo que escribas mientras lo sigas haciendo. Pero tranquilos, yo no seré como ellos, si logro levantarme de esta tendré una gran historia para contaros.

Recojo las botellas que encuentro desperdigadas por la casa y salgo por la puerta abrazado a mi preciosa carga. Mis vecinos me miran con los gestos cansados de quien cree que nunca estará en este lado porque han sabido elegir en la vida. Son devotos de ese extraño Darwinismo social que impregna nuestros días y nos vuelve estúpidos y egoístas, nuevos esclavos de una realidad que hemos asumido sin preguntas.

Intento olvidarles y centrarme en llegar con todas las botellas intactas hasta mi guía espiritual, el hindú de la tienda que me vuelve a repetir que no es hindú, qué sabrá él, y me da algunas monedas a cambio de mi mercancía. No es gran cosa, pero suficientes para saber que hoy será un gran día.

Incluso las personas envueltas en el diadicidio, o quizás por eso mismo, amamos la rutina. No necesito esforzarme para saber que mis pasos me acabarán llevando hacia la estación del tren donde me vuelvo un borrón grisáceo entre la multitud y me arrullo al calor sucio y cansado desprendido por la gente al caminar a toda velocidad.

El tipo del quiosco es un imbécil, pero su café es bueno y me calienta las manos a través del vaso de papel. Me dice que sus antepasados levantaron esta ciudad de la nada. Sus ancestros eran gigantes, titanes que dominaban la taumaturgia y el difícil arte de doblegar el acero y horadar las tierras sobre las cuales levantaron los enormes rascacielos que ahora vemos desde cualquier punto de la ciudad.

La larga y fecunda progenie de esa raza, me cuenta, ha involucionado dejándose casi todo el lustre y resplandor en los rincones perdidos de la historia hasta llegar aquí, al tipo del puesto de periódicos y chucherías en la estación del tren, un pobre adlátere que nada sabe de albardear moles de cemento y hormigón. Una ignorancia que no le impide estar orgulloso y hablarme de una raza que sólo ha conocido por los libros de historia y de la que ya apenas quedan supervivientes.

Cada generación debe construirse sobre la sangre de la precedente para poder avanzar sin lastres. El tipo de la estación es como tantos otros que han traicionado a la historia y viven felices creyéndose especiales por el brillo de una gloria que nunca llegaron a rozar. No son nada, nunca serán nada y morirán a pocos kilómetros del lugar donde les nacieron.

Sin embargo, nada de eso parece causarles espanto alguno.

Es la felicidad de los locos y los ausentes. Aquellos que nunca sabrán nada del diadicidio.

Olvidadlos, nadie pagará por leer sus historias.

Debemos llegar al fondo, caer tan rápido que no sepamos si bajamos o ascendemos, tocar cada una de las notas de la desesperación y entonces, sólo entonces, tendremos una gran historia que contar.

No lo olvidéis ni sintáis lástima alguna.

Yo hago todo esto por La Historia.

8 Comments

  • Vanessa

    La rutina es lo que lleva al diadicinio, no es tan necesaria como nos creemos.
    Y esa misma rutina es la que hace que no tengamos nada q escribir y que nuestro papel siga en blanco.
    Besoss

  • Lademarbella

    YO creo que el bloqueo se produce precisamente cuando se practica la rutina. No soy la persona mas adecuada para hablar del tema; me gusta refugiarme en las rutinas. Ademas, en la rutina,se esconden miles de historias,solo hay q buscarlas. besos

  • GGM

    Claro, es en los abismos donde se encuentra la profundidad y la enseñanza. Nunca en la luz ni en las alturas. Aunque extrañamente siempre buscamos lo segundo. O no.

    Un beso.

  • Beauseant

    Buff, no sé, Vanessa, creo que no podría vivir sin rutina, no sé, dejarlo todo al azar y no saber cada mañana de que lado te caes de la cama tampoco puede ser bueno. Es verdad que en la rutina parece más complicado contar una historia pero, como dice Lademarbella muchas veces en la rutina se esconden grandes historias que sólo ha que saber contar (como si eso fuese fácil, claro)

    Esa es una buena conclusión, virgi, quizás es algo que llevamos escrito en los genes, y sólo unos pocos se rebelan contra ello.

    Exactamente, GGM, nunca se aprende nada de las cosas buenas, necesitamos caernos y hacernos daños para extraer alguna lección. De las cosas buenas disfrutamos y de las malas aprendemos 🙂

    Eso es bueno, Marvel Girl, de vez en cuando debemos hacer saltar por los aires la rutina e intentar ver nuestra vida como un folio en blanco, y hay que hacerlo rápido, antes de que todas las obligaciones nos recuerden de donde venimos y todo lo que hemos dejado pendiente.

  • Tristancio

    Debería intentar escribir una historia para salvar al mundo… que no lo conseguirá, seguro (nadie lo ha hecho), pero, de paso, puede salvarse él. Que no es otra cosa la escritura, a pequeña o gran escala, que un acto de salvación.

    Saludos.-

  • Beauseant

    Nada más cierto que eso, Tristancio, pero hay libros que salvan vidas individuales.. O al menos a mi me salvaron, y ¿sabes? Mataría porque alguna de mis mejores historias pudiese, alguna vez, ser la tabla de salvación de alguien….

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